domingo, 18 de septiembre de 2016

AZORÍN Y ARCOS (1948)




JOSÉ MARTÍNEZ RUIZ (AZORÍN)
(Publicada en el libro ALos Pueblos@1.948 )

Que es lo que más cautiva vuestra sensibilidad de artistas; los llanos uniformes o los montes abruptos? Cuáles son los pueblos que más os placen: los extendidos en la llanada clara o los alzados en los picachos de las montañas?

Arcos de la Frontera es uno de estos postreros pueblos: imagínad la meseta plana angosta, larga, que sube, que baja, que ondula de una montaña: poned sobre ella casitas blancas y vetustos caserones negruzcos; haced que uno y otro flanco del monte se hallen rectamente cortados a pico, como un murallón eminente: colocad al pie de esta muralla un río callado, lento, de aguas terrosas, que lame la piedra amarillenta, que la va socavando poco a poco, insidiosamente: que se aleja, hecha su obra destructora, por la campiña adelante, en pronunciados serpenteos, entre terrenos y lomas verdes, ornado de garbanzos en flor y de manos de matricarias gualdas... Y cuando hayáis imaginado todo esto, entonces tendréis una pálida imagen de lo que es Arcos.

No hay en esta serranía pueblo más pintoresco. Sobre la cumbre de la montaña, a la muchedumbre de casitas moriscas se apretuja y hacina en una larga línea de cuatro o más kilómetros. El pueblo comienza ya en la ladera suave de una colina; después baja a lo hondo; luego comienza a subir en la pendiente escarpada por la alta montaña: más tarde baja otra vez, se extiende un breve trecho por el llano y llega a morir en la falda de otro altozano. Y hay en lo alto, en el centro, en lo más viejo y castizo de la ciudad, unas callejuelas angostas, que se retuercen, que se quiebran súbitamente en ángulos rectos, pavimentadas de guijos relucientes, resbaladizos; al pasar, allá en lo hondo, bajo vuestros pies, veis un rodal de prado verde o un pedazo de río que espejea al sol. El ruido de los pasos de un transeúnte resuena de tarde en tarde suavemente. Pasáis ante el oscuro zaguán de una casa solariega: por la puerta entreabierta, dentro, en el estrecho patio sombrío, penumbroso, un naranjo destaca su follaje esmaltado de doradas esferas.

Flota en el aire un vago a azahar; el cielo azul se muestra, como una estrecha cinta, en lo alto, entre dos filas de casas de la vía. Y vosotros, proseguir en vuestro paseo; las callejuelas se enredan en una maraña inextricable; ya suben a lo alto, ya bajan a lo hondo en cuestas por las que podéis rodar rápidamente a cada paso. Ahora, a vuestra mano izquierda, ha aparecido un largo muro: en él, a largos intervalos, vénse cubiertos anchos portillos. Asomaos a uno de ellos; dejad reposar sobre el pretil vuestro cuerpo cansado: un panorama como no lo habréis visto jamás se descubre ante vuestros ojos. Nos hallamos sobre un elevado tafo de doscientos, trecientos metros de altura; la campiña verde se pierde en lontananza en suaves ondulaciones; millares y millares de olivos cenicientos marcan en el gayo tapiz sus copas rotundas, hoscas; limita el horizonte una línea azul  de montañas, dominadas por un picacho soberbio, casi esfumado en el cuelo, de un violeta suave. Y abajo, al pie de la muralla, en primer término el Guadalate trágico, infausto, se acerca hasta lamer la roca, forma una ancha herradura, vuelve alejarse, tranquilo y cauteloso. En las quiebras y salientes de la rocas, las ortigas y las higueras silvestres extienden su follaje; van dando vueltas y más vueltas en el aire; bajo nuestras miradas los gavilanes y los buitres con sus plumajes pardos; desde un remanso de corriente, un molino nos envía el rimor incesante de su presa, por la que el agua se desparrama en borbotones de blanca espuma...
Aparte de que nuestra generación aprendió a escribir en Azorín, como la actual ha aprendido en Baroja; aparte de que su estilo es el más limpio, cristalino y literario estilo que se ha trabajado en el país, donde, por cierto son muchos los que han escrito como los ángeles, el viejo maestro tiene para nosotros el encanto de haber sido el mejor cronista sobre Alos pueblos@ que hemos tenido en España. Es sintomático que el primer libro de Azorín firmara con su seudónimo fuera ALos pueblos@, y que, además, sea su libro con más ediciones y uno de los preferidos por su autor, según González Blanco. Pero es más sintomático aún que en los pocos Apueblos@ que nos quedan, cuando a la noche vemos zarpar hacia el tresillo de casino a don Luis, don Francisco, don Juan Pedro, don Joaquín -un casino con suelo de mármol, estufa de bayeta verde y estante bien cerrado con el ARivadeneyra@ completo, intacto, encuadernado en rojo- , todos los que alguna vez, incluso por casualidad, hemos tenido que ver algo con esa hermosa y triste señora que llamamos literatura, pensemos de manera inevitable en Azorín.

Por otra parte, Azorín se ha levantado siempre muy temprano. Los pueblos al anochecer, como al amanecer, son cuando son más pueblos. Nos figuramos al maestro detrás de los cristales empañados de las ventanas viendo aparecer la vida con el alba. Las golondrinas que parten de las azoteas, la vocecita del niño que pregona los molletes y el coche de linea o la diligencia que parten a la ciudad. porque nadie ha sorprendido los detalles inefables como Azorín. Las callejuelas solitarias que desembocan a un lejanisimo paraje de tierras ocres; la estación de ferrocarril que tradicionalmente está a dos kilómetros del pueblo; las campanadas que oímos a todas horas. Lo mismo ocurre con sus personajes. Las muchachas románticas que leen a Bécquer en un libro forrado de papel de periódico; los mayorazgos que rellenan cartuchos después de la siesta; las viejecitas que no comen nunca y dicen A(Virgen del Carmen!@...(Virgen del Carmen!; los señoritos que tienen tierra y los días alegres, pero que permanecen encerrados en su cuarto, sobre la mesa el Medina y Marañón, el Mucio Scevola, el manresa y, )como no?, los Adiscretos, amables y sencillos@ hidalgos de los pueblos. Yo, que presumo de coleccionar los últimos hidalgos que pasaron hambre en mi tierra, sin pedir árnica, proclamo solemnemente, con la solemnidad que me da la hidalgofilia, que todos parecían personajes de Azorín.



El último, un hidalguelo de gotera que espantaba las migajas de la ropilla enlutada, en el paseo de la tarde por la alameda del pueblo, como es lo preceptivo; y que vivía de un huevo pasado por agua semanal -eso si, con picatostes-, como es también lo preceptivo, guardaba bajo el cabezal de la cama sin sábanas el segundo tomo de  APersiles y Segismunda@ que es el libro que de seguro hubiera salvado Azorín de un naufragio. )Os acordáis de aquellas patéticas palabras de Cervantes. !(Oh, pobreza...! por qué quieres estrellarte con los hidalgos y buen nacidos más que la otra gente?@.

Azorín conoce como nadie@los pueblos@ españoles, porque ha conocido previamente las casas de los pueblos. Todos los que hemos vivido o vivimos todavía en un pueblo, gracias a Dios sean dadas, podíamos contar varias historias de familias agotadas heroicamente por mantener una casa con decencia. Los techos se cansaban, las ventanas no tenían cristales; pero el aparato, los signos al exterior continuaban. Cuando la casa no podía más y se rendía, la familia se deshacía sin remisión. Entre todas las casas azorinianas prefiero la casa del doctor Quijano, de Adon Juan@, paredaña al convento de las Jerónimas, donde d madrugada se oía la campanita que llamaba al rezo de las monjas y, luego, al rato, el canto ronroneante y sonoro.

Estoy convencido que estas casas así son vitales para lo que hemos llamado Ala manera de vivir de los pueblos@. )Qué era entonce un pueblo, señor Azorín?. El maestro responde. ATodas las horas de todos los días son lo mismo: todos los días a las mismas horas, pasan las mismas cosas. Las campanadas dejan caer sus campanadas, el mostranquero echa su pregón, un buhonero se acerca a la puerta y ofrece su mercancía@. )Pero de verdad son todos los días iguales?. La uniformidad exacerbada puede afilar la sensibilidad. Los mismos cristales de la casa cambian de matices con el transcurso de las estaciones. En mi casa, una casa casi azoriniana, guardo como plata en paño el manuscrito de un antepasado mío, hombre extraño que no salió a la calle y entretuvo los años en apuntar con letra menudita las irisaciones que tomaba la escribanía de plata de su despacho a través de las horas del día y de los meses. En mi familia lo llamábamos don José Proust.



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